No me pregunten cómo ni por qué. Pero este año he disfrutado con el sufrimiento como nunca. No piensen raro, que me refiero al fútbol. Supongo que no hay mayor felicidad del que ve colmados sus deseos cuando, previamente, las ha visto de todos los colores y con todo en contra para llegar a esos anhelos. Hace una semana, a altas horas, y en posesión de todas mis facultades (entiendo que escasas), me llevé el alegrón del curso. No había nada en juego, salvo para el rival al que le tocó vivir la fiesta de Vitoria y de Mendizorroza, Osasuna, que tenía alguna opción europea en liza. No me enteré del partido y casi no me fijé en el resultado del luminoso. Solo me centré en el fin de fiesta del equipo con la afición y la afición con el equipo, disfrutando de una jornada, que tuvo su preámbulo en las calles de la ciudad con el desembarco de cientos de aficionados rojillos, que siempre son bienvenidos a la capital alavesa. No sabría explicar la sensación de bienestar colectivo ante un hecho que podría parecer nimio, pero que tiene un trasfondo que implica a mucha de la gente que vive en este territorio y que ha estado aferrada a un mundo de emociones según el devenir de los resultados deportivos logrados por el Glorioso a lo largo de los últimos meses.